Si sobran las palabras, callad: el silencio arropa

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Uno de los encargos más bonitos que he tenido fue el de fotografiar el interior de un museo que iba a dejar de serlo. Sus paredes ya habían sido despojadas de decoraciones, emblemas y símbolos, dejando a la vista una desnudez sobrecogedora. En las salas se acumulaba el mobiliario de las oficinas. Las tripas. Aquello que, oculto, permitía que funcionara. En un relato maravilloso de Harlam Coben el protagonista se preguntaba qué futuro tenía un forense que sufría al ver a sus pacientes muertos yaciendo en la mesa de examen. Cuando sobre el frío metal quedaba el cerebro de un corazón que había dejado de latir. Enjugándose las lágrimas trataba de determinar la causa de la muerte, la profundidad de una herida, la trayectoria de una bala. Así iba yo, fotografiando las entrañas de un cadáver todavía caliente.

Uno de esos encargos maravillosos sin cliente a la vista, sin guardia de seguridad pisando los talones. Sin focos, por decreto real; no en vano era un palacio. Suelos de alfombras arrancadas, paredes en las que sólo quedaba la huella del polvo enmarcando la nada. El privilegio de sentirme a la vez reina, rey, ministro, ayuda de cámara, pintor, camarera e intrusa en un palacio que venía haciendo aguas, construido hace cuatro siglos con prisa y ladrillo de mala calidad.

Las obras que en él colgaron fueron parte de colecciones reales que pasaron de unas manos a otras a menudo como moneda de cambio. Símbolos de poder cargados de una iconografía que hoy sólo entienden los historiadores, y los curiosos. Los objetos no se colocaban gratuitamente, y su posición en una sala, en un lienzo o en un pedestal determinaban su lectura. Sin palabras.

A mí, que amo la palabra desnuda por encima de cualquier cosa, me cuesta a día de hoy enfrentarme a algunos trabajos fotográficos cuya argumentación, aunque esté más de moda llamarlo «statement», no me aporta más que una inquietante distracción. Escribir tiene algo de exhibicionismo, igual que fotografiar. Tengo el presentimiento de que somos muchos los fotógrafos que hemos buscado una forma de expresión que la lengua no nos permite, por poco hábiles con la palabra. A mí, por si acaso, apeadme del tratamiento.

Hay quien, como trileros, domina el lenguaje. ¿Cómo explicar si no, «polvo somos y en pólvora nos convertiremos«(*)? Evitando trepar a las alturas literarias (si vuelvo a Blas de Otero me repito) aceptamos sin duda el «me defiendo atacándote así, retorciendo palabras de amor, intentando que quieran decir lo que yo no me atrevo» de Fangoria (**). Claro.

Pero si creamos, escribimos, y parimos tenemos que ser valientes. Lanzar al mundo algo con lo que sólo podemos obtener tres reacciones: aprobación, desaprobación, e indiferencia. No veo el problema. Por lo que tiene de exhibicionismo el arte debería ser desinteresado y la búsqueda de una justificación en forma de palabras no elevará jamás un trabajo a obra. La fotografía no es un arte menor, pero no todas las fotografías son arte, por rebuscado que sea el «statement» que acompañe una serie inconexa.

Se puede usar la palabra como un hilo infinito con el que tejer, abrigando las imágenes. Tengo un amigo maestro en tricotar alrededor de sus fotografías. El suyo es un hilo devanado en cientos de lugares, de Bosnia a Pakistán pasando por donde se unen las aguas del río con el mar en el delta del Ebro. Cientos de historias de prótesis de piernas, de excursiones en bicicleta cuando el sol más quema en una Alcarria feroz. El suyo es un hilo teñido de curiosidad y de acción por partes iguales. Así sí. Así es como dos mundos se tocan: el de la imagen, y el de la palabra. Y si no es necesario añadir nada, sencillamente, no lo es. Hay trabajos que preferiría haber visto en silencio. Porque el silencio también arropa. Ya lo dijo Pessoa(***): la palabra explicación no explica nada.
Irene Morán, 2014
Un trozo de cartón en Facebook

(*) Nacho Vegas, Polvorado
(**) Fangoria, Retorciendo palabras
(***) Fernando Pessoa, Si muero pronto (versión de Octavio Paz)

Si muero pronto,
Sin poder publicar ningún libro,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde,
Ruego, si se afligen a causa de esto,
Que no se aflijan.
Si ocurre, era lo justo.

Aunque nadie imprima mis versos,
Si fueron bellos, tendrán hermosura.
Y si son bellos, serán publicados:
Las raíces viven soterradas
Pero las flores al aire libre y a la vista.
Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo.
Si muero pronto, oigan esto:
No fui sino un niño que jugaba.
Fui idólatra como el sol y el agua,
Una religión que sólo los hombres ignoran.
Fui feliz porque no pedía nada
Ni nada busqué.
Y no encontré nada
Salvo que la palabra explicación no explica nada.

Mi deseo fue estar al sol o bajo la lluvia.
Al sol cuando había sol,
Cuando llovía bajo la lluvia
(Y nunca de otro modo),
Sentir calor y frío y viento
Y no ir más lejos.

Quise una vez, pensé que me amarían.
No me quisieron.
La única razón del desamor:
Así tenía que ser.

Me consolé en el sol y en la lluvia.

Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.

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